Historia de Lhardy

En el año en el que se inauguró Lhardy todavía toreaba Cúchares, había aguadores por las calles y acababa de nacer la música de zarzuela. La historia de Lhardy es la historia de Madrid.

Con el ornato de esta bella fachada definida por el gusto del Segundo Imperio que vuelve ahora a cautivarnos, Lhardy ha sabido conservar celosamente el ambiente cortesano y aristocrático del Madrid del siglo XIX, al mismo tiempo que las mejores fórmulas de la cocina europea.


Una comida en el Lhardy permite evocar el mundo señorial mientras se disfruta de la mejor gastronomía.

El tiempo que pasa y vuelve por el espejo del Lhardy.

El famoso restaurante Lhardy entra en su 3er siglo de existencia en la misma casa de la Carrera de San Jerónimo donde abriera sus puertas en 1839, cuando Madrid era Corte de la Reina Gobernadora y acabada de estrecharse el abrazo de Vergara, entre Espartero y Maroto.


Gran parte de la historia de España se ha tramado entre la elegancia de estas paredes, bajo sus lámparas que evocan la etiqueta y solemnidad del romanticismo, y en torno a sus manteles que continúan subrayando los más delicados refinamientos gastronómicos.


En este ambiente inalterable, con el estímulo de manjares y libaciones, se han decidido derrocamientos de reyes y políticos, repúblicas, introducción de nuevas dinastías, restauraciones, regencias y dictaduras. El tiempo que pasa y vuelve, retorna siempre a los comedores de Lhardy, a la intimidad del Salón Blanco y a la fantasía oriental, ensueños coloniales del Comedor Japonés, para seguir tejiendo la historia secreta de España. Sin embargo, sobre todo, pasado y porvenir se funden en la luz indecisa del famoso espejo, donde nuestras imágenes conviven con las sombras de personajes que aquí se reflejaron y volvemos a encontrarnos con tantos amigos de la aristocracia, del arte y de las letras, ya desaparecidos.


En el espejo del Lhardy, como decía Azorín, “nos esfumamos en la eternidad”, entramos y salimos del más allá. A las cotas más altas.

Dos fulgores simultáneos: Lhardy y el romanticismo.

Emilio Huguenin, nacido en Montbéliard, de padres suizos, había sido reportero en Bésançon, cocinero en París y “restaurateur”, con establecimiento propio en Burdeos, el centro de los desterrados españoles. Allí habían coincidido los partidarios de José Bonaparte con sus antiguos adversarios los liberales, perseguidos por Fernando VII. Cuando Emilio Huguenin decide abrir su casa en Madrid, habiendo desaparecido el monarca absoluto, los exiliados de Burdeos retornaban a España. Isabel II tenía nueve años e iba a iniciarse la conmoción ideológica y estética del romanticismo. Opina José Altabella, en su magnífico libro titulado “Panorama histórico de un restaurante romántico”, que el nombre del establecimiento vendría sugerido por el del famoso Café Hardy, del Boulevard de los Italianos, de París, que más tarde se convertiría en la Maison Dorée. El propietario, Emilio Huguenin, toma el nombre de su negocio y se transforma en Emilio Lhardy.

La Carrera de San Jerónimo adquiere entonces el empaque de una calle de moda, al estilo de la Rue de la Paix, fisonomía a la que contribuyen algunos años después los escaparates de la joyería de los Mellerio, orfebres del primero y el segundo Imperio. Como un fuego de artificio, en 1837, el pistoletazo con el que Larra pone fin a su propia vida y el discurso de Zorrilla en su entierro anuncian estruendosamente la gran solemnidad del romanticismo, confirmada por la aparición de las principales obras de Espronceda y los estrenos de “La conjuración de Venecia”, de Martínez de la Rosa; “Don Álvaro”, del Duque de Rivas; “El trovador”, de García Gutiérrez, y “Don Juan Tenorio”,de Zorrilla, todos celebrados en fechas muy próximas a la inauguración de Lhardy.

Un banquero transforma la Bolsa y construye los ferrocarriles; se trata de Salamanca, habitual cliente de Lhardy, que allí celebra, en 1841, el bautizo de su primogénito, Fernando Salamanca Livermore.

¡Qué prodigio! Se enciende la luz de gas para hacer más lujoso el ambiente de Lhardy. A mediados del siglo XIX no se habla en Madrid más que de Lhardy como lugar inevitable de comidas de lujo y Pascual Madoz lo incluye en su diccionario geográfico. Isabel II hacía escapadas desde Palacio para comer en Lhardy, como después de la Restauración sucedería con Alfonso XII, al que acompañaban el Duque de Sesto, Benalúa, Tamames y Bertrán de Lis.

 

Todos los cuadros que se presentan en estos nuevos salones, exceptuando dos del maestro Palmero, son originales de Agustín Lhardy, el excelente impresionista propietario de esta casa, discípulo de Haes y tan notable pintor de paisaje como sus amigos Beruete y Regoyos.
Con muy buen criterio se ha designado a estos comedores con nombres que recuerdan la afición musical de Emilio y Agustín Lhardy, consagrándolos a Sarasate, Gayarre y Tamberlick, habituales contertulios del románico restaurante. Este matiz musical, ajeno a otras sugerencias parciales de protagonistas de la historia, hace muy tiguas colecciones de Lhardy.

Hacia 1880, el notable decorador Rafael Guerrero establece la nueva fisonomía de Lhardy.

Entre las sugerencias históricas que Lhardy nos ofrece, resulta muy interesante conocer la personalidad de su decorador, Rafael Guerrero, padre de la famosa actriz doña María Guerrero. Este precursor de una profesión que habría de adquirir tanta trascendencia estética y funcional en nuestra época, había emigrado a París en plena adolescencia, y allí tuvo la fortuna de aprender las artes del mueble y la ambientación decorativa, hasta llegar su buena fama a oídos de la emperatriz Eugenia, que le colocó a su servicio en las Tullerías. A su regreso a Madrid, Guerrero abrió una tienda de muebles en la calle de Caballero de Gracia, pero su prestigio se centraba esencialmente en el talento como decorador.

El gusto del Segundo Imperio, dotado de esa elegancia de alta burguesía que vuelve ahora a cautivarnos, se perfiló en el diseño de la fachada de Lhardy, construida con magnífica madera de caoba de Cuba, como símbolo de las que fueron nuestras provincias de ultramar. La decoración interior de la tienda, con sus dos mostradores enfrentados y el espejo al fondo, sobre la opulenta consola que sostiene la “bouilloire” y la fina botillería, permanece intacta, como fue proyectada y llevada a cabo por Rafael Guerrero. Los comedores, concebidos como Salón Isabelino, Salón Blanco y Salón Japonés, conservan los revestimientos de papel pintado de la época; las chimeneas, guarniciones y ornatos, citados en las obra de Galdós, Mariano de Cavia, Azorín o Ramón Gómez de la Serna. Poco después de renovarse la decoración, en 1885, se instauraron las famosas cenas, tan elogiadas por especialistas en gastronomía como el Doctor Thebussen. El “diner Lhardy” era siempre exquisito, con filetes de lenguado a la Orly, jamoncitos de pato, pavipollo a los berros y otras delicias de absoluta novedad en la corte.

Hay que añadir a esta evocación los magníficos vinos franceses que ilustraban la mesa. Cuando murió Emilio Lhardy, se continuó la dinastía con su hijo Agustín, pintor y grabador muy destacado, que supo compaginar admirablemente la actividad artística y la prestancia social de un verdadero señor con la constante superación de su negocio. Entre sus amigos artistas, el más íntimo era Mariano Benlliure, que pasaba temporadas viviendo en Lhardy e invitando a personalidades de la política, la aristocracia, el periodismo y el arte.

Los secretos del Salón Japonés.

Entre los comedores de Lhardy, el que guarda más secretos de la historia de España es el Salón Japonés, donde se desarrollaron toda suerte de conspiraciones y conciliábulos. Fue el rincón preferido del general Primo de Rivera para reuniones reservadas de ministros y personalidades de la Dictadura y, por contraste, aquí se decidió el nombramiento de don Niceto Alcalá Zamora como presidente de la República. Pero el ambiente de este exótico salón conserva otros recuerdos más frívolos, como el de la seductora cupletista Consuelo Bello “La Fornarina”, que llegó a representar la atracción culminante en el Madrid del primer cuarto del siglo XX, en cuyo firmamento brillaban estrellas tan deslumbrantes del género ínfimo como La Goya y La Chelito. La Fornarina, que había triunfado en un teatrito que también se llamaba El Salón Japonés, gustaba reunirse en este comedor de Lhardy con algunas amistades para celebrar sus éxitos.

La pléyade admirable del último medio siglo.

Cuando terminó la Guerra Civil, el espejo de Lhardy volvió a recoger las imágenes de figuras preclaras de la intelectualidad española, marginadas algunas de ellas por la circunstancia política y atraídas otras por el deseo de compartir su prestigio y el intercambio de ideas. El “consommé” que había congregado en otro tiempo a las damas elegantes, acompañado de una copita de tokay, ilustraba ahora la tertulia del atardecer, de las que constituía esencial presencia el eminente psiquiatra y escritor José Miguel Sacristán, impecable en su atuendo, perspicaz en la mirada e irónico en la palabra, esgrimiendo diálogos acuciantes a la altura del ingenio de su gran amigo Julio Camba. El pintor Ignacio Zuloaga, el escultor Juan Cristóbal, el diestro Domingo Ortega, el escritor Antonio Díaz-Cañabete, el arquitecto Chueca-Goitia, los condes de Villagonzalo, el matrimonio García San Miguel, el actor Enrique Chicote y otros contertulios integraban aquellas reuniones vespertinas a las que servían de aguijón las estupendas medias combinaciones, cuyo secreto sabor nadie pudo imitar fuera de Lhardy. Casi todos ellos se han esfumado por los últimos planos del espejo de Lhardy hacia la eternidad, como tantos otros de anteriores generaciones en el largo periplo de dos siglos. También nosotros y nuestros hijos y nuestros nietos… pasaremos a la más abstracta dimensión por esos planos remotos del espejo, pero, como en un sentimental bolero, nuestras bocas llevarán el sabor dulce y amargo de las medias combinaciones y, en el corazón, el recuerdo de la admirable pléyade que hemos conocido en Lhardy.

LHARDY ha sabido conservar celosamente su atmósfera aristocrática e intelectual a lo largo de un siglo y medio. Han contribuido a esa tenaz labor, después de Emilio, Agustín Lhardy y de su nieto político Adolfo Temes, los colaboradores que pasaron a ser propietarios de la casa: Ambrosio Aguado Omaña, jefe de repostería, el jefe de cocina Antonio Feito, así como sus descendientes y herederos. La dedicación y cortesía de Gabriel Novo, José María García Salomón y Ambrosio Aguado, así como del jefe de cocina, también copropietario, Frutos Feito Peláez, han definido décadas muy difíciles, en las que supieron comportarse muchas veces con la más generosa liberalidad hacia algunos de sus clientes, personalidades muy destacadas de la cultura y la ciencia, que afrontaban circunstancias adversas en los avatares de la posguerra. Esa generosidad, de la que hemos sido testigos, debe añadirse a la tradición de Lhardy con permanente memoria. Desde finales del siglo XX se despliega un nuevo entusiasmo en Lhardy protagonizado por el ímpetu de Milagros Novo y Javier Pagola Aguado, que están imponiendo la actualización de la infraestructura, el cuidado perfecto de detalle y la elevación de la gastronomía a las cotas más elevadas que tuvo esta casa en su larga historia. .

El europeísmo que caracterizó a la cocina de Lhardy cuando las distancias y las fronteras eran menos accesibles, se hace ahora presente en su mesa, con la dignidad de los grandes vinos franceses de “château” junto a las eminentes reservas de la Rioja o del Duero. Retornar el prestigio del mejor “foie-gras” de Alsacia y la disciplina de la cocina de caza en creaciones insuperables como el gamo a la ustriaca o el faisán a las uvas. Las recetas históricas de Lhardy, como la poularda rellena o la ternera Príncipe Orloff, se han recobrado con todo su refinamiento, mientras que en los pescados destaca la nueva creación de la merluza rellena de mariscos con salsa cumberland, la langosta a la rusa y la sinfonía espléndida de lubinas con langostinos y lenguados al champagne, según la tradición de la casa. Levantemos las copas a la altura del corazón y después brindemos por el porvenir del Lhardy, desde alegre pasado de amor y lujo.